viernes, septiembre 23, 2011

Calle



Rueda sobre la mesa de café
la gota de té que derrama la tasa,
atraviesa la mesa y culmina sin prisa
en la huella que la florista deja marcada
en el cordón de la acera,
donde la luz se acumula como apresurada
para que alguien llegue a la cita
con aroma a frutillas en los labios
y un blanco gélido en las manos
como las señales de la calle
que resistieron a un abrasador verano
donde una madre y su hija
recorrieron cada jardín de la esquina
en medios de chillidos carnavalescos,
bajo tediosos soles ancestrales
que dieron sombra perpetua
gracias a las frondosas carpas
de los vendedores de un poco de todo,
en una ciudad con casi nada
de vergüenza en las faldas de las mujeres
que con displicencia regalan aromas
de mujeres recién amadas por hombres
que desafían el destino cada mañana
con la impunidad propia de los valientes
que huyen para poder estar
en casi todas las batallas,
esas batallas en que cada disparo puede ser
una verdad puesta a cabalgar el viento
para que las comadres de a la vuelta
puedan desmenuzar y reconvertir
con oficio inmaculado entre cada viaje
de taxi y taxi frente a semáforos
donde la vida actúa como crónico daltónico
o con deliberada intermitencia
para permitir que la incertidumbre tenga
a maltraer a cuando predecidor de futuro
que haya osado asegurar el buen final
de esa historia entre la tímida oficinista
y el arrogante hombre de leyes
que cada atardecer inventan alguna casualidad
para poder encontrarse ingenuamente
en ese café, en la esquina donde la florista
vuelve sobre sus pasos para ofrecer su ramo
de buenos augurios amorosos
al caballero sentado con la dama
en la mesa donde una taza de té
ha rebalsado por la imprudencia sutil
de una mujer enamorada.

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